jueves, 1 de noviembre de 2007

Correr en Lima

Qué escribir. Siempre me pregunto lo mismo.

Anoche salí a correr. Me atacó ese impulso incontenible de mover mi cuerpo y sin pensarlo me cambié y tomé Ricardo Palma hacia la Vía Expresa. Era la hora de escape, de regreso a los hogares. Las veredas estaban atiborradas de personas y las calles de autos, taxis y buses que, como siempre, ponían a prueba el volumen de sus bocinas en un concierto sin partitura. No tardé en darme cuenta de que la gente me observaba mucho. Tal vez mi vestimenta llamaba la antención: pantalones del Fenerbache azules con rayas amarillas fosforescentes a los costados, camiseta blanca y violeta de Defensor Sporting y medias naranjas. La gente me miraba y yo los miraba tratando de adivinar qué estarían pensando de mí. Gringo. Gringo. Gringo. Un gringo apurado. Un gringo corriendo. Un gringo importado. Con el pasar de las cuadras comencé a transpirar y mi cara se puso roja. Ahora la gente me miraba más que antes. Cuando un semáforo detenía mi marcha en una esquina yo continuaba moviéndome a los saltos, levantando los talones, respirando ruidosamente y largando algún escupitajo. Al principio me molestó el hecho de sentirme tan observado, pero la aceleración de mis pulsaciones hizo que me deshinibiera y poco a poco me fue resultando gracioso. Comencé a no volver la mirada a los ojos inquisidores y a prestarle atención a las caras de las personas que me miraban. Un mini bus lleno de gente se detuvo frente a mí cuando practicaba mis saltos en una esquina. Tenía la ventana tan cerca de mi cara que casi podía empañarla con mi respiración. Desde adentro, un viejo con lentes inmensos y boina me miraba obsorto. Clavé mis ojos en los suyos y los sostuve unos instantes, hasta que el viejo abrió su boca sin dientes y levantando su vista esbozó una sonrisa sincera y tímida. El bus adelantó unos metros y se detuvo nuevamente, dejándome cara a cara con un nuevo espectador: una mujer de cara gorda y curtida, pelo lacio negrísimo y grasoso. Torció su mirada hacia mí y, primero sobre mi pelo, mi piel, mi ropa y finalmente sobre los míos, sus enormes ojos negros y vidriosos fueron recorriéndome. Nuestras miradas se econtraron a través del vidrio sucio de la ventana por un momento, hasta que la mujer sonrió y su cara gorda se llenó de arrugas mientras el bus continuaba su trayecto y se alejaba a los gritos en el caos limeño.

Seguí mi camino improvisado jugando con todas las miradas que se me cruzaban. Casi todos sonreían. Otros pocos miraban serios o tímidos hacia otro lado. Corrí durante 45 minutos y regresé a casa feliz y exhausto. Muy probablemente, nunca más iba a volver a ver a ninguna de esas personas. Ahora podía imaginarme sus vidas como yo quisiera, y tal vez ellos estuvieran haciendo lo mismo con la mía. El viejo de lentes inmensos estaba sentado frente a la televisión en su humilde casa, desgarrando pedazos de pan con sus grandes manos y untándolos con los restos del plato recién terminado. La mujer de ojos vidriosos revolvía una cacerola ante la ansiosa mirada de sus hijos. El cambista que me había mostrado la calculadora con la cotización del dólar contaba la recaudación de la jornada y acariciaba billetes sucios y gastados. La mujer que desgranaba maíz morado en la esquina regateaba unos soles con un potencial cliente. La noche apagaba de a poco a Lima y para todos ellos yo era un bocinazo más en la sinfonía insólita de esta ciudad.